CERTAMEN DE RELATOS HISTÓRICOS

Categoría B. Primer premio.
Nouhaila Amazouz. 1 BAC B

Miguel Hernández se despierta de un profundo sueño.
No veo. Nada. No hay puertas, ni ventanas. Sólo un interminable pasillo que continuamente se expande ante mí.
Busco desesperadamente hallar un ápice de luz mientras camino apresuradamente entre las celdas cubiertas de orín. Creo poder oír el fantasma de la libertad pidiendo auxilio. Aunque ahora ya, encadenado, apresado, y quizá, muerto.
Un sonido hueco me libera de mis pensamientos, seguido de una respiración entrecortada. Y otra. Y otra. ¿Alguien? No es posible. Las probabilidades de hallar alguna grata sorpresa en una cárcel desierta de Alicante son remotas. Tan remotas que, en cuestión de segundos, mi cuerpo se halla impregnado de pavor. Mi capacidad de raciocinio sucumbe a la presión y comienzo a correr en cualquier dirección. Rápido, rápido. A pesar de que la condición física de un abogado de 31 años no es la óptima, lo intento. Y, como fruto de mis esfuerzos, descubro que mis instintos, quizá desorientados o quizá más temerarios que mi persona, me han guiado hacia los sonidos y ante mí se halla un cuerpo acurrucado. Un cuerpo cubierto de moho, polvo y suciedad. Un cuerpo débil, encogido, descorazonado. Pero sin duda alguna un cuerpo humano.

Me serví de la osadía adquirida durante los últimos minutos, esperando que esta no me abandonase, y me acerqué. Entonces, pude verlo mejor.
Una larga melena le cubría la cara, aunque pude ver un atisbo de una pálida piel que a mi parecer adquiría un tono enfermizo. Sus ojos, ahora abiertos de par en par, reflejaban la inseguridad que uno sólo podía adquirir tras una vida de traiciones y dolor. El resto de sus rasgos no ensalzaban su figura, si no que cada vez confirmaban más mi teoría de que aquel ser no podía seguir en vida, que tan sólo era un esquema de piel y huesos. Una teoría que, en cuestión de segundos, fue desmentida por un parpadeo y el sonido de una voz ronca y rasgada.
-Cuerpos que nacen vencidos, vencidos y grises mueren.
Me mantuve perplejo durante unos segundos, sin saber cómo reaccionar.  Me hallé a mí mismo interpretando toda la información y procurando formar una historia que me concediese algo de coherencia. Acababa de encontrar a un hombre, tras perderme en aquel tétrico lugar, que al parecer se hallaba en un estado de demencia.
  • ¿Quién eres? O, lo que es más importante, ¿qué haces aquí?- le pregunté, intentando hallar respuestas.
  • Tristes guerras. Tristes, tristes. – contestó.
  • ¿Guerras? ¿Te encerraron aquí durante una guerra? Pero si no hay guerras en España, y menos en Alicante. A menos que sea la Guerra Civil, pero vamos, que eso fue hace 69 años…
  • Tristes armas, si no son las palabras. Tristes, tristes.
  • ¿Pero porque hablas tan raro? Bueno, ¿sabes qué?, olvídalo. Claramente estás hambriento y no puedo dejar que mueras de hambre, o de locura, o de ambos… Bueno, levántate.
Suspiro aliviado al ver que aunque es incapaz de responder a mis preguntas coherentemente se levanta. La decadencia que acecha tanto en aquellas barras que protegen la celda como en el individuo que se halla ante mis ojos, nos son de grata ayuda y permiten que “él” salga de la celda sin dificultad.
Comienzo a andar mientras veo a su sombra seguirme.
-Oye, ¿qué dirección crees que deberíamos tomar? – le pregunto. Me hallaba bastante perdido en aquel lugar. - Tú no te acuerdas, ¿no? Claro, como te vas a ac...
De repente, comienza a toser. A pesar de realizar un esfuerzo sobrehumano para mantenerse en pie, cae al suelo. Me fijo en que entre gemidos, ha inundado el suelo de sangre, pero antes de que pueda abrir la boca se halla de pie y encabeza la marcha.
Ahora que él me guía, hallo la oportunidad de estudiar más sus facciones. De repente, una idea invade mi mente. Bajo sus ojeras, rasguños y pálida piel había un hombre. Un hombre al que yo tenía la impresión de conocer. Aunque sumido en la incertidumbre, me mantuve en ella.
Me veo obligado a interrumpir mis pensamientos para ver que nos adentramos en una gran sala, dejando atrás los innumerables y estrechos pasillos. La expansión de alivio por todo mi cuerpo es interrumpido cuando uno de los guardias que me había dado los buenos días aquella mañana nos intercepta el paso.
Comienzo a sentir el pánico de mi compañero como una enfermedad contagiosa a la vez que el guardia, mirando fijamente al preso, se halla en un estado de completa estupefacción, mientras titubea “¿pero tú…?” “¿cómo?”.
Mis buenas intenciones de explicarle al guardia la situación desaparecen en cuanto este lleva la mano ágilmente a su cinturón. Lo siguiente que mis sentidos consiguen percibir es el sonido hueco de un disparo, y la caída de “él” al suelo, con la fragilidad de una pieza de dominó. Me doy cuenta entonces de que hacía bastante que la osadía me había abandonado, y pretendo socorrerme, aunque para entonces el guardia ya ha desaparecido.
“Él” se halla desplomado en el suelo, balbuceando. Me acerco a él, y veo la herida de su pecho; es muy profunda. Con crueldad, me obligo a concienciarme de que es imposible mantenerle en vida. Aunque pensaba que aquel individuo tenía mil pedazos de él sin vida, a medida que pasaban los segundos contaba con más.
Me acerco y oigo que sus balbuceos forman palabras. Sus últimas palabras.
-El odio se amortigua
detrás de la ventana.
Será la garra suave.
Dejadme la esperanza.

Y tras formular la última palabra, se va. Sus ojos sin vida abiertos de par en par pidiendo esperanza me acechan. Por ellos, veo salir el fantasma de la libertad que durante tantos años estuvo encerrado. Se expande. Se dispersa. Y él también se va.


Se va. Dejando atrás el odio, el dolor, las tristes armas y las tristes, tristes guerras, el hielo negro y la escarcha,  y llevándose consigo mismo la esperanza. La esperanza, su única arma para combatir el dolor, que de repente, invade aquella atmósfera como un rayo que no cesa.
Hiba Ouazzani
4 ESO A
Categoría B. Finalista


Estaba pasando de nuevo. No podía respirar. El deseo desenfrenado era tal que le oprimía el pecho , y se veía forzada a hiperventilar.
Por enésima vez, abrió la caja de madera que había encima de su mesita de noche, y por enésima vez, la mujer tallada en su interior le sonrió sardónicamente, burlándose de su desgracia. Esta vez vislumbró unas pocas motas de opio en una de las esquinas de la caja y, en un intento de alcanzarlas, un ataque de tos repentino las esparció por la habitación. Ahora la mujer miraba a Tess con los mismos ojos burlones, pero con el vestido salpicado de sangre. ¿Dónde estaba Will? Los carruajes que transportaban el opio llegaban de Liverpool a Londres una vez cada quincena, a la misma hora; y esta vez su hermano se había retrasado.  Corrió las cortinas de la ventana de su habitación con las manos temblando, en parte porque nadie había encendido el fuego de la chimenea y en parte porque, tras años consumiéndolo, su cuerpo necesitaba el opio tanto como necesitaba respirar. Había empezado a tomarlo después de que una fiebre se llevase a su marido en otoño de 1873. Ella lo había amado con locura y sabía que si pudiese verla se avergonzaría de ella. Jem, su difunto esposo, había sido tan fuerte y valiente. Ella, en cambio, pensó Tess con tristeza, no pudo resistir su pérdida y en pocas semanas se convirtió a sí misma en una marioneta en manos del opio. Will era quien se lo proporcionaba, pero esta vez ella había aumentado las dosis y el opio.
-Tess, ya estoy aquí.- dijo Will interrumpiendo sus pensamientos. Cuando entró en la habitación, vio que su pelo estaba mojado por la lluvia constante de Londres y sus pantalones se pegaban a sus piernas. Tess le dio un repaso rápido antes de que sus ojos recayeran sobre sus manos, que encontró vacías.
-Will, ¿Dónde está el paquete con el opio? -preguntó con la voz titubeante. Will se apartó el pelo mojado de la frente. Era negro azabache, como lo fue el suyo mismo un día, antes de que la  droga lo tornase de un plateado enfermizo.
-No…, no hay más Tess. Alguien llegó antes que yo y compró todos los paquetes que llegaron, probablemente algún comerciante -dijo él acercándose a ella cuidadosamente, como si fuera alguna especie de animal salvaje. Olía a lluvia, a polvo y a Balios, el caballo de su padre.
-No puede ser, Will. No puede ser. No me queda ni una mota de opio. Sabes que mi cuerpo no sobrevivirá una quincena. Tess sintió cómo le flaquearon las rodillas, y se sentó en el borde de su cama, con otro ataque de tos sacudiéndole las costillas.
-Lo siento, Tess, tendrás que resistir. Tess lo miró, sombras oscuras bajo sus ojos, pareció como si estuviera teniendo un debate interno, y finalmente habló. -Además, tarde o temprano hubieses tenido que aprender a parar. El opio supone un gasto que podríamos emplear para vivir en un lugar mejor que este -e hizo un gesto con sus manos hacia la pequeña habitación de su hermana. Tess pareció no haber escuchado eso último.
-¿Has… has visitado los fumaderos de opio de la ciudad?
-Cada uno de ellos, por eso llego con retraso, y mojado.
Sin una palabra más, Will salió de la habitación, dejando a Tess con la cabeza entre las manos, y una mirada perdida y desolada; la misma que hubo en sus ojos cuando Jem sacó su último aliento. Pero él estaba harto, le daba igual si su hermana no podía resistir quince días más . Ella era una carga y una vergüenza. Él había tomado una decisión y no iba a retractarse ahora, no después de haber descubierto que Jem le había dejado a Tess dinero suficiente como para comprar todo un barco de opio de Shangai.

Ahora ese dinero sería suyo, porque en el fondo de su corazón sabía  que Tess no sobreviviría, y que eso era lo mejor para todos. Por un momento, Will se preguntó en qué momento se había convertido en alguien tan cruel.

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